08 junio 2011

Unas pocas líneas sobre el arte

"Estimados caballeros; estimados vosotros a quienes van dirigidas estas pobres líneas, no la camarilla de médicos y psiquiatras, de jueces y verdugos que estudiarán mis palabras tratando de encontrarles un sentido que sus pobres mentes castradas serán siempre incapaces de comprender. Así pues, estimados caballeros, colegas, almas afines, mi deber es comenzar.

Cierta tarde de febrero de 1827 el fundador de nuestra pequeña logia pronunció un largo discurso ante la mirada atónita de un cierto número de burguesillos, literatos y demás supuestos conocedores de la cultura. Dado su carácter, Thomas De Quincey, sagaz y laberíntico cronista y fumador de opio, lo normal habría sido una profunda reflexión de las que dejan bocas abiertas, pero esta vez fue distinto. La materia que trataba era el asesinato; es más, el asesinato considerado como una más (probablemente la más antigua, la más preciosa, la más olvidada y negada) de las grandes artes. Ni entonces ni ahora era una idea grande o fácil, y los más insistieron en tratarla como otra extravagancia, otra vuelta más de tuerca en la mente de un adicto o un alarde de ironía.

Pero, ¡ah! No sólo había incrédulos entre la audiencia, ahí entramos nosotros, caballeros. Pero tal y como he dicho, mi deber es comenzar, y para comenzar hay que hacerlo por el principio. Y para nosotros, el principio fueron las palabras de Thomas De Quincey; quizás un esqueleto verbal en torno al que nosotros engarzamos nuestros particulares y poco respetables gustos, pero uno al menos. De Quincey fue sólo un soñador heredero de la sabiduría de una docena de siglos y de culturas, que se conformaba con la contemplación de las maravillas que ocurrían ante sus ojos velados de opio y el simple hecho del pensamiento consciente. Nuestro querido Thomas De Quincey nunca en su vida quiso ni tuvo que asesinar. Y de nuevo es ahí, caballeros, donde entramos nosotros.

No hablaré de esa sed que ni agua, vino o cerveza, placer ni divertimento pueden colmar, esa pasión que nos devora desde las entrañas. Todos estamos demasiado familiarizados con nuestros impulsos como para disertar ahora sobre ellos, y no hay razón para permitirles a los señores y señoras del jurado más información sobre nosotros de la que deseamos. Unos pocos de nosotros buscamos una razón a esta sed; si os preguntase todos daríais una explicación distinta y debidamente acertada, pero en el fondo todos me diríais lo mismo: hay algo, a lo que ninguno podéis poner nombre, pero que yo llamaré inspiración.

Inspiración, artística. La voluntad de crear, como crea un pintor con aceites vegetales, como crea un escritor con palabras, un escultor con trozos de roca, un músico con el sonido. Sólo que nosotros creamos a través de lo que algunos consideran la destrucción última. Utilizamos las herramientas propias de nuestro oficio, pero nuestras obras no se exponen a la mirada crítica como se expone un cuadro o se lee una novela.

Nuestro arte, estimados caballeros, es el asesinato.

Tiemblen ahora, señoras y señores del jurado, tiemblen contemplando el mismo abismo que yace dormido en lo profundo de sus mentes (y vosotros, mis hermanos, sonreíd en silencio y regocijaos), eso que consideráis trastorno horrendo y no es más que pura sensibilidad estética. Si Miguel Ángel vio a su David encerrado al observar un bloque defectuoso de mármol, yo veo un David en cada individuo con el que me cruzo, cada hombre y cada mujer, cada anciano y cada niño (sí, señoras y señores, también niños), sólo que mi David no es una estatua, sino un puñal atravesando el corazón, una soga al cuello, una cuchilla rajando la garganta. Mi arte no es la escultura, sino el asesinato. Y como en todas, en mi arte el principio es siempre la observación.

Sé que muchos de vosotros disfrutáis con el asesinato precipitado, con el placer súbito y animal de la aniquilación espontánea y violenta (e indiscreta, he de añadir), pero ya crecerán vuestros gustos y vuestros impulsos, ya aprenderéis. Como algunas obras de arte, un buen asesinato ha de meditarse. Aunque el caos tenga su particular belleza, el orden y la disposición de los elementos, el color, el tiempo, cada golpe y cada gota de sangre...los detalles, donde yace escondida la serpiente, son la esencia del asesinato, que precipitado resulta tan insulso como cualquier obra de arte consumible. En mi caso, la observación es tan metódica y repetida como la de Cézanne y la montaña St Victoire. Las horas gastadas errando entre multitudes son incontables, observando y oliendo al género humano en sus distintos grados de embriaguez, alcohólica o de otra índole. El proceso resulta entre repugnante y vagamente estimulante, pero sólo hasta el momento en que el retazo de una figura, de un sonido o de un olor, golpea repentinamente, y entonces todo se ilumina. Una vez aparece el sujeto, como ocurre con toda obra, empieza el verdadero proceso artístico.

Dado que el asesinato no es en absoluto un comportamiento social aceptado hoy en día, me veo (nos vemos, queridos hermanos) obligado a vigilar, perseguir y acechar, como una alimaña hambrienta. El tiempo ha relegado a los asesinos a la oscuridad; ¿quién no recuerda aquellos buenos, viejos tiempos del Medievo, cuando uno podía levantarse del banco en plena misa de domingo en la catedral de Canterbury y atravesar el cráneo de Thomas Becket, ministro real, con una espada a dos manos sin que nadie se alterase?

Aun así es quizás en la oscuridad donde los asesinos nos movemos con más comodidad; a pasos rápidos y furtivos entre las sombras, conteniendo el aliento, con, por así decir, el pincel en la mano, y el lienzo al alcance de la voz. Obviaré los pormenores del allanamiento con nocturnidad, las pugnas con luces, cerraduras, perros y demás placebos para el miedo a lo que hay fuera; minucias comparadas con el silencio absoluto y obsceno de una casa dormida. Ahí es donde la sangre comienza a latir brutalmente en las sienes y en el cuello, con el corazón rebotando contra las costillas, ebrio de la anticipación lujuriosa del asesinato. Y es aquí donde, como en cualquier arte, todo comienza a ser más complicado y más difícil de describir.

Si la preparación y el estudio de la víctima son, en mi opinión, actividades próximas a la literatura (pues al escoger uno reescribe la vida del anónimo e inconsciente protagonista), la ejecución es algo mucho más pictórico, si se me permite. Pongamos, pues, que en dicha casa recientemente allanada hay sólo una persona. Hombre, mujer, anciano o niño, poco importa (quizás a algunos de vosotros sí, pero mis gustos aceptan tamaños, colores y edades cualesquiera). A pasos silenciosos uno se acerca, analizando la escena con cada pequeño detalle, que por el momento es sólo un escenario gris y anodino. Depende de cada asesino, de cada artista, escoger el cómo y el con qué, pero personalmente yo encuentro a mi vieja navaja de afeitar el pincel más preciso, el trazo más afilado, rápido y efectivo. Así pues, al final siempre me encuentro rozando una piel ignorante de su destino con mi propio aliento entrecortado.

Y es ahí donde comienza la catarsis creativa (y destructora, podrían decir). Es tan súbito, absurdo y breve como aplastar una hormiga con la punta del dedo. Se inicia con la firme convicción del asesinato, con un movimiento decidido. Los músculos se contraen apenas unos centímetros, la muñeca se abre unos pocos grados, y entonces llega el sonido sublime de la piel, de la carne al abrirse, ese notar las texturas de las diferentes capas hasta que comienza a manar la sangre. No sé ustedes, caballeros, pero en tales momentos a mi semblante sólo puede cruzarlo la expresión de alguien que contempla el infinito. Son apenas unos segundos, pero lo que un movimiento tan pequeño, tan sin importancia consigue es más que suficiente recompensa. Tal y como un pintor se aleja unos pasos para contemplar su obra finalizada, nosotros podemos disfrutar de nuestra obra escribiéndose, pintándose a sí misma; el ser humano agonizando, pintando la escena de rojo, escribiendo una cómica tragedia o viceversa con cada espasmo, una melodía con cada estertor ahogado en sangre.

Una vez terminado el acto artístico, lo que queda es la lenta corrupción de un cuerpo muerto, pero durante unos preciosos segundos, todo es perfecto. Muy de cerca puedo ver cómo la mecha se apaga, el morir del cuerpo en sí, cómo los ojos buscan a estertores una alternativa al abismo hacia el que han sido arrojados y finalmente se resignan, cómo si durante el ultimísimo segundo aceptan el camino que se abre por una puerta a la infinitud, hacia la sublime perfección del no ser.

Ah, mis hermanos, qué burdas e insuficientes son las palabras para describir el arte. Pero ahora ya poco o nada me queda aparte de las palabras; éstas palabras, que serán las únicas que saldrán de la oscura celda en la que ahora escribo éstas últimas líneas. Así pues continúen, caballeros, continúen ejerciendo el arte perdido del asesinato, y sobre todo disfrútenlo. A mí ya me resta sólo la despedida.

La próxima vez nos veamos será desde lo alto de un patíbulo, con una soga al cuello, o ante un pelotón de fusilamiento, dispuesto a que ejecuten en mí la pueril justicia de quienes aún no saben a qué lado les ha tocado vivir del filo del cuchillo."



Un poco de bilis^^.

14 marzo 2011

Desde la ventana 07

"El día de hoy empezó con las botas llenas de barro después de trepar monte arriba, rozando la hierba húmeda con la punta de los dedos, con un darse la vuelta y de repente encontrarse con un horizonte gigante, una nube gris y la sorpresa de un arcoíris.
El día de hoy empezó con una sonrisa.

Veinte horas más tarde tengo el amanecer delante. Y hace diez me atravesó un rayo de luz. Con la lengua pegada a un cartón con una flor de loto morada, de repente se me hizo un agujero en el pecho y me llené de luz. Empecé a sentir cada parte infinitesimal de mi cuerpo; cada cabello, cada vena, cada pequeña chispa de electricidad en el cerebro como jodidos fuegos artificiales. La música vibraba sobre mi piel en cosquillas rítmicas. Todo era de colores brillantes y preciosos, todo era dolorosamente maravilloso. Toda la mierda se fundió en la mejor sonrisa que haya surcado nunca mis labios. Felicidad de mentira en pequeñas dosis durante seis horas y media. Y luego caerse de vuelta a una realidad que resulta gris, anodina y deprimente.

Ahora los pájaros se posan en los tejados de las casas en frente mía con esa ligereza que nunca dejará de sorprenderse, ese dejar de batir las alas y aguantar la respiración durante el brevísimo momento en que se termina el volar y las uñas tocan algo que no sea aire. Los miro quedarse quietos y hablarse, aprovechando como yo el amanecer. Siete, negros, pequeños, con el pico rojo, se posan en un árbol que lleva desnudo desde noviembre. “Siete para un secreto que no contarás nunca “, escribió uno de los mayores (y mejores) soñadores en un libro salpicado de polvo de estrellas.

Las nubes se van comiendo el sol, y el aire de mañana fría se me va pegando a la piel. Es hora de tirar el cigarrillo que ya casi quema en los dedos al cementerio de colillas que he ido creando en estos meses en el tejado del cobertizo, de darse la vuelta y meterse en la cama. Que el edredón lo inunde todo de calor, a pesar del hueco infinito en el lado derecho del colchón. Que el trinar se cuele por la ventana y en mis oídos, que los ojos se cierren y…"

El día de ayer.


17 febrero 2011

Desde la ventana 06

“Son las seis de la tarde pico y ya no hay sol, sólo columnas de nubes tumbadas extendiéndose en el cielo, como si tapasen los rayos de sol naranja. Dejó de orbayar hace un par de horas, el alféizar está seco pero el prao a mis pies no; gotas minúsculas se deslizan por los bordes de las briznas, humedeciendo la tierra negra que se entrevé. Con los minutos que pasan la temperatura desciende, la ausencia de sol hace que los colores dejen de brillar y se queden más secos. No hace frío, pero mi aliento se convierte el vaho cuando respiro.


Esta vez la ventana de cristal está a mi espalda, pero la ventana es en realidad mis pupilas. Delante de ellas un prao con arbusto, una carretera y otro más verde, con árboles con barbas de líquen y pájaros entre las ramas terminadas ya en granitos verdes. Eso es todo lo que abarca mi campo de visión, prao, árboles y cielo. Si muevo la cabeza un poco a la derecha aparece la sombra corrugada de un cable colgando, si es a la izquierda, una hilera de casas clónicas con coches distintos pero igualmente clónicos. Hace horas que un grupo de niños da vueltas por ahí con un balón, pasaron perros y dueños surtidos. Y hace horas que mi mente palpita según suena la música dentro de mis oídos, así que no los oigo.


Con los ojos medio cerrados, porque aunque no haya sol la claridad molesta, una sonrisa me busca la esquina de los labios. En este instante la información de mis sentidos bloquea cierto nivel de pensamiento, y hay una especie de hilo invisible agarrado alrededor de mi plexo solar (de mi centro de gravedad) que tira suavemente hacia arriba, anclado en algún lugar por encima de mí. Verbalizar una sensación es jodidamente imposible. Es como empezar a respirar hondo y notar que el ritmo de los latidos se apacigua sólo entre calada y calada.


Suena una canción, y recuerdo un banco de hierro pintado de blanco y francamente incómodo, y esa misma canción diciéndonos a través del móvil que hay tiempo que desperdiciar hasta que un día descubres que el tiempo siempre se queda atrás. Es como correr siguiendo a un conejo blanco y meloso.
Me gusta mucho esa cualidad de la música para llevarme, mientras escucho, a otros espacios y otros tiempos en los escuchaba eso mismo. No siempre es bueno, pero eso es lo que pasa con el cerebro, que recuerda. Me hace pensar también en todas las cosas que no recuerdo, y en cosas que no puedo recordar porque no son mías. Me hace pensar en una persona, hace muchos años, trapicheando vinilos y traduciendo esas mismas canciones con un diccionario de 1965. Y recuerdo una cara en una fotografía grisácea, esa misma cara con la que he escuchado horas y horas de música, con la que me he perdido entre nieblas y montañas, con la que un millar de olas nos han llevado a lomos contra las piedras con una sonrisa. Esa misma cara que ya hace mucho que no es la misma cara, pero sí la misma persona. Sólo que muchos años después. Es imposible saber qué pensaba, qué sentía, qué fumaba. Recuerdo una vez que, en el ambiente lleno de toses y de tedio de una sala de espera medicinal, alguien me dijo que no eran del mismo color pero seguían siendo sus mismos ojos.


Retomo el oficio de inhalar y exhalar humo y se me abre la sonrisa con más o menos cinismo depende del perfil por donde me mire. Una cabeza se asoma por la puerta, porque la puerta está abierta, y cabe la posibilidad de que entre un zombie en el momento menos pensado. La cabeza, que en el fondo sólo es un montón de enlaces covalentes que se configuraron en algo capaz de emitir sonidos y de pensar, se va por donde vino. Ha pasado una hora, y un doblón blanco brillante, lleno de cráteres, saca pecho entre las nubes. Alguien imaginó una vez a otro alguien escribiendo un FUCK YOU gigante en el desierto, tan grande que los astronautas lo viesen fuera de órbita. La erosión hizo lo mismo en la Luna, pero con una cara sonriente (y si es mentira, prefiero seguir creyendo lo contrario).


Ahora ya hace frío y me quedan dos caladas. La luz de las farolas deslumbra y delimita las negritud en conos amarillentos en torno a los que bailan insectos catatónicos. Si no hubiera farolas, la luz sería más pálida y se vería bien el cielo. Alguien dice a través de los auriculares que busque en mi interior la salida y cuando la encuentre asome la cabeza y respire. La salida está en el piso de arriba, sobre la cama con los ojos cerrados y más humo en la garganta y en los ojos.”